En su permanente interacción dialéctica, las ciencias sociales ponen a prueba sus métodos y sus producciones para construir herramientas cada vez mas eficientes que puedan ser usadas por todos los miembros de la sociedad.
La historia, hoy considerada una ciencia social, fue cultivada desde la antigüedad por los pocos que manejaban la técnica de la escritura. Estos pocos que escribían historia lo hacían desde una perspectiva parcial, condicionada por su pertenencia a los sectores que manejaban el poder político y religioso, y por lo cual sus producciones obviaban rescatar para la memoria aspectos que hoy son relevantes para la ciudadanía.
Con la profesionalización de la ciencia, hacia fines del siglo XIX, la historia se convirtió en una carrera y un espacio de investigación en las universidades, espacios en los cuales fueron legitimándose otros temas distintos a los tradicionales relatos de celebres batallas y míticas biografías.
En este contexto cobraron valor numerosos documentos que habían dormido placidos en los archivos, y que ahora tenían algo nuevo para revelar. Los archivos contables, los censos, los registros de personas y las descripciones incluidas en procesos judiciales y actuaciones notariales, entre otras fuentes, fueron las nuevas proveedoras de información para reconstruir un pasado y una memoria en los que comenzaban a dejarse de lado los “árboles genealógicos”.
Con más fuerza en la primera mitad del siglo XX, la renovación científica de la Escuela de los Annales, en Francia, y la reproducción de sus planteos en las principales universidades del mundo, permitieron conocer y profundizar otros problemas que antes habían sido marginados y omitidos. Las nuevas preguntas, elaboradas desde los claustros universitarios democratizados y autónomos, orientaron la producción de una nueva imagen del pasado que ahora incluiría a “todos” sus protagonistas.
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